Aquí estoy en una mañana reflexiva, arriba de un colectivo que me depositará en el trabajo, recordando y lamentando el cauce de esta situación. Plasmo palabras, como quien trata de inmortalizar aquellos recuerdos, pensando que así se encumbrarán y perdurarán para llegar a aquellos que no te vieron. Lo hago en mi celular, un hábito que a pesar de mi profesión de periodista no logro incorporar. Sin embargo, la necesidad del decir y sentir me lleva a ignorar eso. Sensaciones encontradas me invadieron a lo largo de tu carrera: amor y odio, admiración y desprecio, adoración y encono, idolatría e indiferencia. Pero vos te encargaste de borrar lo negativo.
Escribo estas líneas sabiendo que seguramente la aceptación absoluta no es su objetivo. Es más, escribo esto y sé que el rechazo de muchos se hará carne en comentarios denigrantes y acusatorios, los cuales no evitarán los dardos certeros y envenenadores. Pero algo me dice que siga escribiendo. Quizá por la certeza de que esto está dirigido a aquellos que tenemos la bravura pertinaz y reincidente de tus recuerdos (lejanos, pero también cercanos), y esto nos identificará con algunas sensaciones que plasmaré más adelante. Sin embargo puede ser que simplemente sea para consensuar una tregua con esos que están en las antípodas de los que te bancamos y te bancaremos, y en una de esas de esta manera puedan dejarte, aunque sea, en paz con tus cosas. En fin, la única certeza de porqué escribo es porque esto va para vos, Rolfi.
Los que estamos en los 30 pirulos somos una de las generaciones más golpeadas. Nos comimos descensos, equipos mediocres y gestiones infames. Pocos jugadores son los que nos deslumbraron e inspiraron idolatría. Me alcanzan los dedos de una mano, y en uno de esos estás vos. Quizá, y a pesar de todos los encontronazos que tuvimos, sea ese el motivo de porqué te guardamos un pequeño espacio en el hueco de los sentimientos. Entre tanto golpe que nos dio esa época, tuvimos la dicha de verte en la plenitud de tu debut y en la abundancia de tu regreso. Fue hace una punta de años, pero dicen que 20 abriles no es nada.
Corría el final de la última década infame de nuestro país y Huracán parecía ir en consonancia con todo ese despiole. Veníamos de sequía, trastabillando. La debacle empezaba a tomar forma. Yo por mi parte había abandonado la niñez para convertirme en un adolescente perdido en ella. El fútbol ya ocupaba gran parte de mi vida, y cuando hablo de fútbol obviamente me refiero primero a Huracán y después a todo lo demás. Por eso aquella tarde del 6 de abril, con mis doce hinchapelotas años, le pedí a mi viejo que me lleve a la cancha. El Globo jugaba de local contra Velez. Mientras mi viejo terminaba de estacionar el Renault 12 gris sobre Amancio Alcorta, yo le taladraba la cabeza con cosas que había leído en el diario de la mañana. Le contaba que en el banco iba a estar un pibe de 18 años de las inferiores que decían que era un crack.
Como siempre, nos ubicamos en el codito de la Bonavena que linda con la Platea Alcorta. Arrancó el partido, y ni bien nos estábamos acomodando, Romay se mandó una escalada por la derecha, tiró el centro y Conti la mandó a guardar de cabeza. Estalló el Ducó. Con mi viejo nos abrazamos y gritamos hasta la afonía. El partido siguió y a los pocos minutos llegó tu momento. Iban apenas 15 del primer tiempo y Romay salió lesionado. Eras un pibito, tenías la camiseta suelta como quien usa una remera un par de talles más grandes. La casaca era esa Adidas roja de rayas negras con el número 16 en la espalda. Entraste al trotecito, pisando el césped del club de tus amores y con una estampa de crack que llevarás por siempre. A los minutos tocaste tu primera pelota y a través de algunos destellos dejaste en claro que ibas a ser leyenda. El partido terminó y ganamos 3 a 1.
Al mes de tu debut nos hiciste gritar tu primer gol. Inolvidable para vos y para nosotros. Lo vi en cancha, al igual que tu estreno en primera. Fue contra Racing en el Ducó, había pasado un puñado de segundos del complemento, entraste al área con la bocha dominada (como siempre) y se la clavaste en el primer palo a Nacho González. Fue el primero de muchos alaridos. A partir de eso no tardaron en darte la 10, la que llevaron todos los grandes. Con ella vino tu sello, tu arma letal y más poderosa: la pegada de afuera potente y certera. Obviamente que si hablamos de esto, me invade el recuerdo del regalo de cumpleaños que me diste aquél 8 de noviembre de 1998. Era el torneo apertura y jugábamos en el Monumental. River nos cacheteaba, el gallinero eufórico coreaba el “ole” mientras el 2 a 0 parecía irremontable. Se ve que eso te enojó y te calzaste el traje de héroe. Tu sabia diestra la mandó al fondo de la red por encima de Burgos que miró impávido. A pesar de eso, nos clavaron otro. Se pusieron 3 a 1, pero tu estampa de salvador creció y empezaste a hacer de las tuyas. Te metiste como centrodelantero para conectar una bocha de Peralta y volviste a descontar, pero esta vez con un toque sutil y letal. Ahí supe que algo más venía, tan sólo bastó verte ir a buscar la pelota adentro para apurar el saque del medio. Las peleaste todas, como en el potrero, como lo hacen los guapos, como las pelean los ganadores pero sobre todo como las pelea un hincha. Y el milagro llegó. Iban 45 del segundo tiempo cuando la agarraste en tres cuartos de cancha, paradito en la posición de enganche apilaste a tres jugadores y se la abriste a Chacoma que selló el 4 a 3. Fue todo tuyo, Rolfi. Lo hiciste todo nuestro.
No tardaron en echarte el ojo desde Europa. Llegó la oferta del Olympique de Marsella y tuviste que armar el bolsito para mudarte a Francia, y como sabían tan poco de fútbol no te dieron el lugar. Volviste al país a préstamo a Independiente. Nosotros la estábamos peleando para volver a nuestro lugar, era imposible que te dejen jugar en la segunda categoría. No dependía de vos. Pero como la vida a veces da segundas oportunidades, demostraste que querías volver a Huracán de la mejor forma en la que se pueden demostrar esas cosas: volviendo.
Era enero del 2002. La amargura del fatal diciembre de 2001 nos seguía azotando a todos, pero tu magia nos trajo una alegría que todos los fines de semana lograba socavar por 90 minutos ese pesar y nos dibujaba una sonrisa a todos los Quemeros. La rompiste partido tras partido, jugando en un nivel superlativo y rimbombante. En apenas 18 partidos hiciste 11 goles e hiciste brillar un equipo que venía penando. El mote de ídolo te empezaba a calzar a la perfección. El cariño y el corazón de todos los Quemeros tenían un único destinatario, el hijo pródigo que volvió al club de sus amores con un 23 en la espalda.
Muchos refutadores de leyendas aseguran que las segundas vueltas nunca son buenas, que simplemente añoramos el pasado por el carácter irrecuperable que posee. Pero ahí estuviste vos, como una especie de desmitificador de frases hechas. Te calzaste la del Globo por segunda vez y nos inflaste el pecho, hiciste latir corazones, nos volviste a enamorar. Hiciste rodar en cada una de nuestras mejillas esas lágrimas gordas y pesadas que te empapan la cara y recorren lentamente los surcos de las sonrisas, esas que solamente aparecen cuando la risa no alcanza para expresar la alegría. Nos enamoraste de nuevo, como si nunca te hubieras ido o como si nunca hubieras estado, y demostraste que no es casualidad que hayas nacido un 28 de marzo.
Pero en el fútbol no todo es color de rosas. Lo aprendí, aunque me costó golpes y rabietas. La mala situación económica de Huracán no nos permitió hacernos de tu pase y apareció uno de esos caranchos que abundan en el fútbol, que se hacen llamar representantes, y te compró para cederte a Independiente. Lugar en el que te seguiste consolidando con gigante saliendo campeón y siendo ídolo.
Pasó mucha agua debajo del puente y nuestros destinos no coincidieron. Se dijo que no quisiste volver y fue ahí cuando me invadió un mar de sensaciones encontradas. Sumemos a esto la final escandalosa por el ascenso que jugamos ante Independiente en La Plata. El destino te puso en un lugar que no te debería haber puesto, con una camiseta que no te corresponde y frente nada más y nada menos que el club de tus amores, el club de mis amores… o mejor dicho: el club de nuestros amores. Sin embargo, vos aclaraste todo. Desmentiste que te habías negado a volver y yo te creí, te perdoné y me olvidé de todo.
Pasó el tiempo y volviste. Un poco después de lo que todo hubiéramos deseado. Pero al fin volviste, y contra todo pronóstico cambiaste chiflidos por aplausos. Fue una ardua tarea, pero pudiste con ella. El paso del tiempo era un hecho. Ya no eras aquél juvenil al que le quedaba grande la remera, ni tampoco el pibe que volvió de Europa para romperla. Estabas mal físicamente y la calidad parecía haberse esfumado. La tercera vuelta te costó bastante, te hizo falta una pretemporada para ponerte a punto, y si bien no tenías el júbilo que habías demostrado años atrás complementaste su ausencia a fuerza de sacrificio y entrega. Pasaron los partidos, y más allá de las intermitencias y alguna que otra dificultad, te reencontraste con tu esencia de enganche. Saldaste la deuda de alguna que otra desilusión a cambio de barridas, guapeadas y la demostración de que dabas un poquito más de lo que podías. Ya no eras el Montengero que recordaba, pero igual te recordaba y eso me impedía y me impide ciertos reproches. Siempre me costó y me costará recriminarle algo a un Quemero.
Debo admitir que me hubiese gustado que cumplas con tu deseo de retirarte con la camiseta de la que sos hincha, pero eso quedará en el apartado de tus asuntos pendientes. Al igual que el deseo nuestro de haberte recibido mucho tiempo antes del que te recibimos. El sueño te queda trunco, pero la deuda de la vuelta está saldada. Quizá el destino te vuelva cruzar con Huracán, ya no como jugador pero en alguna función en la que espero puedas darnos aquellas alegrías que nos diste allá por los finales de los 90 y principios del 2000.
Quemero, Lic. en Comunicación, Periodista y Locutor. Futbolero y fierrero. El asado se hace despacio, el fútbol se juega por abajo y la coca es para el fernét.